La
evolución desde la dependencia física y emocional absoluta hacia una
independencia relativa, es un tránsito muy prolongado....de casi veinte años.
El camino que tenemos por delante es enorme. Y eso, todos los niños lo sabemos.
También sabemos que necesitamos la asistencia de un adulto para que medie entre
el mundo y nosotros.
Por
ejemplo, si aún no tenemos capacidad para caminar, alguien nos tiene que
prestar sus piernas. Eso significa que esperamos estar siempre, siempre,
siempre, en brazos de alguien que camine. Y cuando logramos la marcha....que es
un éxito significativo, de todas maneras continuamos necesitando caminar con
las piernas de otro. Y mientras no contemos con el lenguaje verbal, esperamos
que alguien nombre nuestras sensaciones, nuestra hambre, nuestro dolor de panza.
Hasta que alguna vez nosotros mismos podamos nombrar cada cosa.
Sin
embargo, con frecuencia, no encontramos piernas que caminen nuestro andar, ni
brazos que nos otorguen movimiento, ni palabras que canten nuestras canciones.
Lo más grave no es el desencanto, sino el peligro en el que efectivamente
estamos. Librados a los depredadores, lloramos con desesperación. Pero en lugar
de ser comprendidos, llamativamente, somos desestimados. Algo que ninguna otra
especie de mamíferos haría: desestimar el llamado de la cría. En estos casos,
cambiamos las estrategias del llamado: probamos enfermando. Lamentablemente
obtenemos respuestas sobre la enfermedad, pero no en relación a nuestro ser
interior. En ese punto, los niños ya no sabemos cómo explicar que necesitamos
desesperadamente la presencia y la mediación de un adulto autónomo. También
probamos adaptándonos. Es decir, inventamos que no
necesitamos eso que necesitamos. Que hayamos sobrevivido disminuyendo las
demandas, significa que hemos relegado a algún lugar sombrío las necesidades
básicas que no han sido satisfechas. Pero éstas no desaparecen. Sólo
desaparecen para la conciencia. Cuando cumplimos tres años, ya
comprendemos fehacientemente que no podemos llorar como
un bebé recién nacido, a los seis años mucho menos. Aprendemos a pedir sólo aquello
que los adultos están dispuestos a escuchar. Así nos alejamos de nuestras almas en pena. En
ese mismo instante, hemos perdido para siempre la sabiduría de la infancia.
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