Las
personas grandes tenemos muchas cosas importantes que resolver. Y cuando se
suma la obligación de criar y educar a los niños pequeños, la lista de prioridades
y urgencias aumenta considerablemente. Nos preocupa especialmente el futuro de
nuestros niños: decidir cuál es la mejor escuela, el mejor estudio de inglés,
cómo lograr que sean educados y amables, cómo hallar soluciones para encarar el problema de los
celos por el hermano menor, qué decisiones tomar para que no sufran a causa del
divorcio de sus padres o qué médico consultar por las alergias reiteradas.
Sin
embargo los niños -por suerte- aún logran conservar el juego como parte
indispensable y constante de su
desarrollo. Los niños juegan todo el tiempo: Cuando comen, cuando caminan por
la calle, cuando observan a los demás, cuando les decimos que tienen que ir a
dormir, cuando nos llaman, cuando lloran, cuando están distraídos. Juegan
aunque nosotros no nos demos cuenta de ello. Juegan a cada instante en medio de
la interacción con la realidad, convirtiendo esa experiencia en múltiples posibilidades
para atravesarla. Es posible que los adultos no tomemos en cuenta que ellos
están dentro de un juego permanente y que desde ese lugar de creatividad y
fantasía, nos invitan una y otra vez a acercarnos a ese mágico territorio de
ensueños.
¿Por
qué no aceptamos la invitación? Porque no nos resulta fácil.
¿Para
qué sirve jugar con los hijos? Es la manera más directa de entrar en relación
con ellos. Generalmente les pedimos que se adapten al mundo de los
adultos, -cosa que hacen, por ejemplo,
soportando largas jornadas escolares-. Jugar con ellos es hacer el camino
inverso: nosotros nos adaptamos un rato al mundo de los niños. Parece ser un
trato justo.
En
ocasiones puede suceder todo lo contrario: que los niños hoy estén tan
exhaustos de las obligaciones escolares, tengan tan poco tiempo libre y tan
poca vitalidad para explorar el juego y la fantasía -refugiándose en la
televisión o la computadora- que posiblemente las personas grandes queramos
ayudarlos y enseñarles a jugar. Lo cual
no está nada mal. Siempre y cuando estemos dispuestos a permitirles desarrollar
la inventiva y la ilusión, en lugar de imponer juegos reglados, difíciles de
asumir, exigentes y donde el niño, una vez más, tiene que obedecer y en lo
posible responder a nuestras expectativas.
Jugar “bien” se parece demasiado a hacer la tarea de la escuela bien,
portarse bien y ser un niño bueno. ¡Es decir que en ese caso ya no se trataría
de jugar! .Definitivamente, jugar es una
cosa seria. Y algunos niños están dispuestos a enseñarnos las reglas.
Laura Gutman
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